Autor, Director, Director general, Dramaturgo, Productor
Desde que era chicos eses ir y venir del mar bajo sus pies, socavando la arena, llegando a él y abandonándolo, lo incitaban a atraparlo.
Entraba al agua hasta más allá de la rompiente de las olas y nunca tuvo miedo. El mar estaba con él y nada temía.
Hasta en invierno, cuando las playas se veían libres de turistas ocasionales, metódicamente se lanzaba al mar y se dejaba llevar.
-Félix, salí del agua que te va a hacer mal.
El grito de su madre que venía a buscarlo sabiendo que él estaría ahí con aquel mar que cada vez sentía más suyo.
Por las noches oía de boca de su padre, planes para irse de aquel pueblito costero. Y Félix guardaba un silencio insondable, total al otro día estaría con su mar y todo volvería a quedar en armonía.
Fue una tarde muy fría cuando bañándose sintió en el mar un calor animal que lo envolvía y las olas fueron como manos que lo acariciaban en todo su cuerpo sin pudor ni reservas. Ante sus ojos se abrió el mar y lo enredó; y el agua era de color rosa, y un intenso olor a leche fresca brotando de aquel mar, que era ahora más suyo que nunca.
Y desde ese día fueron muchas las tarde de aquel invierno en que las olas lo llamaban, bailaban sólo para él, se quitaban su abrigo de sales y sabían a leche. Y era una caricia suave, un estrépito violento que lo tomaba de los cabellos, le daba lengüetazos ásperos de una espuma que surgía de lugares que el mar no había abierto sino para Félix.
A veces se tiraba en la playa con el estómago en la arena, cerrados los ojos y los labios estirados; y hasta él llegaba el contacto del agüita de su mar que lo besaba y se iba, lo besaba y se iba, lo besaba y se iba y jugaba con él, y lo besaba y se iba. Y Félix reía y el mar sacaba carcajadas profundas de mujer.
Pero un día, en medio de esos besos con la puntita del mar que llegaba hasta sus labios, llegaron aquellos chicos rubios de piel muy blanca y pantalones de muchos colores. Los vio entrar corriendo a su mar, violar a sumar con aquellas pieles sin color, pegando saltitos ante cada ola.
Félix sintió celos de ellos y quiso echarlos, pero más allá entraban otros, y otros, y otros más. Y el mar ya no fue de Félix, ni siquiera por las noches cuando todos esos intrusos no estaban.
El mar no volvió a darle abrazos animales, ni olores a leche fresca, ni le arrancó la ropa sin pudor.
No, el mar se retiró y ya no vino a besar los labios estirados de Félix.
Los veranos pasaban con rubios de piel blanca en las playas, venían los desiertos inviernos y Félix debía resignarse a mirar como e mar que había sido suyo se poblaba y despoblaba. Hoy se mostraba verde, más tarde azul, y sus celos llegaban a lo máximo cuando, cerca de él, pasaba algún muchacho que, recién salido del agua, dejaba a su paso aquel inconfundible olor a leche fresca.
Vagó y vagó por las playas, pero el mar se cerró para siempre ante Félix. Nadie lo tomaba en cuenta cuando él afirmaba tener derechos sobre el mar, cuando decía estar celoso, cuando lloraba porque el mar lo había abandonado. Y hasta se rieron cuando iba y venía con una vieja valija afirmando que ahí lo encerraría, porque si el mar no era suyo no sería de nadie.
Los años fueron pasando lentos y pocos daban importancia al loco de la valija. Se contaban historias de él, pero no faltaba nunca a la playa, con sus ojos al acecho y su valija presta.
Fue una tarde en que la playa estaba desierta cuando aquel mar que ignoraba a Félix, se presentó ante él como un monstruo dormido. Y Félix lo encerró en su valija y corrió y corrió.
Aquel pueblo marino amaneció con sus barcos en un desierto y sus redes inútiles. Nada más se supo de Félix y su valija.
Esta historia que parece tan increíble aún para mí, me fue contada por un viejo que arrastraba su valija por los pasillos del tren que tomé entre Constitución y Quilmes. Sus ojos cansados dudaron cuando le pregunté que llevaba en esa valija que bramaba como un toro encerrado y parecía estar a punto de estallar.
-El mar, mi mar… – susurró el viejo.
Yo dudé acerca de si no estaría perdiendo el tiempo escuchando a un loco, cuando se me ocurrió consultarlo acerca de las conveniencias de soltar el mar de su encierro.
El viejo encendió sus ojos rojos de ira y celos y me dijo que no, que el mar era suyo, sólo suyo y que no dejaría que fuera de nadie más.
-¿Pero así es feliz usted? – lo interrogué.
El viejo quedó mirándome. Su boca quiso musitar una respuesta cuando su valija estalló en mil pedazos.
Y me sentí arrastrar por un vendaval de furia y opresión que buscaba liberarse y creí que el mundo terminaría allí. Pero aquel mar que me arrastraba por entre los vagones del tren, de pronto se volvió dulce y me depositó con femenino cuidado en un asiento.
A pesar de mis esfuerzos no pude agarrarlo a Félix que fue arrastrado con el agua más allá de los vagones entre vientos que aullaban como truenos buscando por las barrancas su destino de océano.
Yo quedé igual que los demás pasajeros, todo mojado.
Sin hallar explicaciones el guarda movía un pañuelo empapado y no lograba hacer sonar su silbato inundado de agua salada.
Por el fondo alguien decía que cuando se privatizara el ferrocarril, esto ya no pasaría.
Pensé, mientras por el andén iba dejando un reguero de agua, que el lejano pueblito costero de Félix volvería a tener su mar que daba a quien quería y cuando quería su rosa correntada de leche fresca.
Y Al pensar en las redes recobrando su sentido de existir, escuché como un sonido de arpas.
Si bien sentí pena por Félix, sabía que el mar ahora había vuelto a reír, y también reí yo ente un andén lleno de gente que, de seguro, no entendía.
Pocas cosas me importaron tan poco alguna vez.
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