Un sol pintado a la tempera

La realidad duerme sola en un entierro y camina triste por el sueño del más bueno”

                                                                                                                                                                                                                   “La Colina de la Vida” – León Gieco

Sintió que sus brazos estaban cansados.

Durante muchas horas, con mucho esfuerzo estaba sosteniendo el techo que se había venido abajo.

Primero creyó estar ante una ilusión, pero después resultó así, el cielorraso de material descendió sobre él.

Apenas si pudo atajarlo antes de morir aplastado.

Los brazos ya no le aguantaban, máxime por la posición. Él estaba acostado con los brazos a medio estirar, porque cuando había intentado estirarlos levantando el techo, notó que las paredes se abalanzaban sobre él.

En realidad, había llegado a la conclusión que el techo estaba aguantando a las paredes y sus brazos al techo.

Desde su posición de acostado estaba manteniendo en equilibrio el espacio físico de su habitación.

Afuera lo esperaba el mundo amenazante de todos los días, la oficina, la realidad.

Pero ahí, en ese ambiente, todo estaba en un frágil equilibrio sostenido en él.

A los pies de su cama, a unos centímetros, había una escoba. El pensó que si lograba irse arrastrando hacia ella, estirando uno de sus pies, tal vez pudiera atraerla y usarla como puntal y así sostener el techo.

De esa manera podría salir hacia la oficina.

Lo intentó, con mucho esfuerzo se fue arrastrando. Ante sus ojos fueron pasando ínfimas telas de araña, detalles del revoque del cielorraso que nunca sospechó que existieran.

Esquivó con sumo cuidado la bombita eléctrica. Tropezó en su camino hacia la escoba con el sueño que había soñado esa noche, con los ojos abiertos por tener que sostener el techo. Todo sueño soñado a ojo abierto, permanece flotando, como negándose a partir.

En el sueño se lo veía a él de niño, con su perro; corriendo por un campo lleno de florecitas silvestres, mientras al fondo nubes negras con formas de rostros de lobo cubrían el cielo.

Sopló fuerte y las nubes y su perro y él siendo niño se disiparon.

Le costaba mucho esfuerzo ganar cada uno de los centímetros que lo separaban de la escoba, así que se esforzó aún más.

Alcanzó la escoba con la punta del pie, debió luchar para que no cayera al piso.

Logró atraparla con los dos pies y mantenerla firme.

Aflojó poco a poco los brazos, el techo descendió un poco más apoyándose en la punta del palo.

Recogió los brazos, todo quedó en aparente estabilidad.

Sentía sus brazos pesadísimos, inútiles, así que decidió quedarse unos minutos más en la cama, hasta que éstos descansaran lo suficiente.

Pensó en su trabajo, se vio torpemente fichando como todos los días haciendo el inútil trabajo que ayer dejó a medio hacer.

Eso.

Ayer quedó trabajo pendiente, hoy había quedado en ir temprano.

En su habitación, con el techo a medio metro de la nariz se sentía seguro, pero tenía que salir al mundo para ir a su trabajo.

Así que se fue corriendo hasta el borde de la cama. Bajó un pie, una mano. Bajó el cuerpo. Semiagachado se vistió, salió de la habitación.

El resto de la casa estaba en orden.

Fue al baño. Se lavó la cara. Miró sus dientes, debería dejar el cigarrillo.

Se arregló el moño de la corbata.

No acababa de salir, cuando escuchó el ruido de la caída del techo de su habitación, sin duda la escoba no había resistido.

Notó que no había sacado su maletín, ahí estaba toda su documentación, el encendedor, el remedio para la gastritis.

Lo más importante eran los documentos. Salir a la realidad sin poder probar quien era, sin tener una certificación legal que él, en realidad él.

Pero no podía atrasarse porque llegaría tarde.

Salió. El día se presentaba maravillosamente soleado. En algún lugar los niños de la escuela pintarían un sol muy amarillo y anotarían que ese día, era un lindo día.

Pero aunque todo era armonía, esos árboles con sus copas tan verdes, esos azules de tecnicolor de los años sesenta, los edificios tan limpios, la calle con sonidos suaves y sin agresiones; le sonó falso.

Sin tener claro pro que, no le creyó a esa realidad.

Pestañeó con fuerza y, de repente surgió la calle llena de humo de los escapes, el griterío de la gente, las colas apiñadas por subir a los colectivos.

Todo le resultó agresivo, chocante.

Los edificios como palomares, que encerraban caras y ojos que podían estar mirándolo sin que él las viera. Los colectivos llenos de gente que viajaba enfrascada en su soledad, en su egoísmo.

Se sintió desvalido, por lo que decidió enfrentar la realidad de una vez. Si no sería peor.

Encima su dormitorio ya no servía como refugio. Se había desplomado.

La realidad estaba ahí aguardándolo. Caminó Hacia ella, tuvo temor, así que empezó a correr hacia la realidad.

Corrió cada vez más rápido. Cada vez con más celosa furia. La realidad podía darle un choque muy fuerte. Pero él sacó fuerzas de sí y se la llevó por delante.

La realidad estalló en miles de esquirlas, como un parabrisas de auto, como un espejo.

Todo lo que hasta hace un momento era, se desvaneció junto con los pedacitos rotos del espejo.

Pero, ¿qué había detrás del espejo?, ¿qué se ocultaba?.

Para gratificación suya ante él no se presentaba ni la nada ni el vacío, ni la noche sin fin. Sino que el espejo de la realidad quebrado por su imprudencia había dejado al descubierto otro mundo.

Frente a él se encontró con cientos de personas uniformadas con ropa azul, que supuso térmica, pantalón y buzo de corte moderno. En el buzo un distintivo que él no alcanzó a distinguir.

Todas estas personas se vieron interrumpidas en sus trabajos.

Comenzó a sonar una alarma, de inmediato tres personas de impermeable blanco lo rodearopn sin decir palabra. Él entendió que debía acompañarlos.

Pasaron entre la gente que continuó trabajando, estaban pintando nubes, el sol, un arroyo sobre un espejo kilométrico.

Giró, a sus espaldas vio que una cuadrilla de operarios lo aislaba del mundo del cual venía. Estaban colocando en su exacto lugar un espejo similar al que él rompió.

Vio un camioncito pequeño que en una de sus puertas decía “Manufacturadora de la Realidad Company”.

Atravesaron todo ese sector de trabajo, donde todos pintaban.

– ¿Qué es esto? – preguntó.

No recibió respuesta, observó que a través del espejo se veía difusamente gente corriendo por el colectivo, un carro de botellero. Sintió pena por ellos.

Subieron una escalera breve, donde se escuchaba sonido de sierras eléctricas. El olor a madera lo situó en que aquello sería la sección carpintería de la tal manufacturadora, vio como listón por listón iban rearmando el árbol original.

– No mire tanto, va a ser peor para usted – sugirió uno de los de impermeable.

– ¿Por qué? –insistió.

No recibió respuesta. Pasaron una puerta y allí todo lo asombró, cientos de personas con instrumentos musicales efectuando los sonidos más diversos. Grupos de personas gritando de a uno, de a dos, de a tres, de a diez, golpeando botellas llenas, vacías, a medio llenar.

En las paredes centenares de grabadoras registraban todos los sonidos.

Al fondo de la sección había varias clases de motores de autos, de motos, de colectivos.

Sobre un costado se veía un grupo que tapándose la nariz, presionándose los labios o de mil maneras diferentes, sacaban los sonidos más inverosímiles: rotura de una cáscara de nuez, el paso de un avión a diez mil metros de altura o el canto de un jilguero.

De ahí subieron a otra escalera breve y pasaron a un sector donde las paredes estaban revestidas por cientos de fotografías de los más diversos tamaños. Rostros, pedazos enteros de ciudades, vistas aéreas, una foto con acercamiento increíble al ala de una mosca.

Y allí gente de azul, igual que la otra, pero con un chalequito blanco dibujaba sobre un tablero con instrumentos conocidos, regla T, pistoletes, escuadras y otros más sofisticados que él no logró identificar.

Vio sobre una de las mesas como hacían un plano de frente, perfil y con cortes axiales de una rosa.

En el otro, vio un rostro de mujer, por un momento le recordó los estudios de Leonardo, pero aquel los realizaba para crear belleza, dar vuelo al arte y a la vida. ¿Estos estudios para qué eran?.

Avanzaron más, al fondo se veía una puerta que decía “Control de Calidad”, giraron a la derecha y una escalera caracol condujo directamente a un despacho.

El ventanal del fondo dibujó la figura de un hombre de traje oscuro, que de espalda a ellos miraba hacia fuera. Hablaba por teléfono.

– Sí señor, fue una tontería nada más, enseguida pudimos recomponer la situación. Sí señor, sí… Creemos que la ruptura de ese panel no provocará secuelas en el consenso social. Sí señor, lo tendré al tanto…

Colgó.

– Señor, aquí está el que rompió el panel de macrorrealidad b-H-23-12 del Gran Buenos Aires, zona Sur – dijo uno de sus acompañantes.

Él se sintió admirado.

– ¿Por qué lo hizo? – preguntó el hombre del ventanal.

Uno de los de impermeable lo tocó en el brazo, invitándolo a responder.

– No sé, a mí se me cayó el techo…

El hombre giró, tenía puesta una careta plástica, una enorme sonrisa le surcaba el rostro.

– ¿Caerse el techo? – se extrañó – la realidad es hermosa, en estos tiempos de armonía es usted el que ve mal. No tenemos informe de que se haya caído ningún techo.

Él dudó en continuar por esa línea de diálogo, luego insistió.

– Es más, quedaron mis documentos, todo lo mío está ahí. Lo único que saqué es lo que tengo puesto.

– Muy bien – reafirmó el hombre de traje- usted cometió un error. Cuando hoy vio la realidad con azules de tecnicolor y días con un sol amarillo pintado a la témpera, tendría que haberlo creído, no debería haber pestañeado. Usted rompió la armonía de la realidad, esto preocupó a niveles muy altos de gobierno.

– Es que no lo creí a ese mundo.

– Muy bien – insistió el hombre de la careta, hizo sonar un timbre.

– ¿Dónde estoy? – se animó a preguntar él.

– En una empresa generadora de la realidad, capitales mixtos, todo legal – advirtió el responsable, mientras por una puerta lateral ingresaba una mujer con uniforme similar a todos los vistos, salvo por el estetoscopio.

Traía una caja quirúrgica en un carrito.

– ¿Qué me van a hacer? – se desesperó.

– Por favor – dijo el hombre de traje mirando por el ventanal hacia un punto indefinido del exterior – detesto los gritos.

Los de impermeable lo de tuvieron de los brazos, uno de ellos le apretó algo en el cuello que lo dejó inmovilizado, mientras la mujer sacaba de la caja una jeringa de cuarenta centímetros cúbicos.

Con una pequeñísima aguja le realizó una punción en la sien derecha.

Cuando la mujer tiró el émbolo hacia atrás, como quien extrae sangre, él sintió que le estaban arrancando cosas de su cabeza. Pero no pudo hacer nada.

Apenas la mujer retiró la aguja de su sien, lo soltaron.

Vio que en la jeringa había un contenido difuso.

– ¿Es sangre? – preguntó.

La mujer le mostró la jeringa, él supuso que por orgullo científico ante los logros alcanzados.

Observó que la jeringa contenía imágenes en miniatura que se revolvían y se confundían unas con otras, su perro de la infancia, sus padres, los compañeros de la oficina, él sosteniendo el techo.

La mujer salió.

– ¿Qué van a hacer conmigo? – preguntó.

Nadie le contestó.

– Me esperan en la oficina – argumentó – van a denunciar mi ausencia ante las autoridades.

– Avisamos que usted llegaría en una hora por problemas en el transporte – le replicó el hombre del ventanal.

– ¿Adónde me llevan? – interrogó inquieto.

– Son órdenes – dijo uno de los del impermeable – Necesitamos su ropa.

– ¿Para qué? – dijo mientras atravesaba el sector de confección de planos.

Uno de los planos era su cara, de frente, de perfil, con cortes radiales a la altura de las orejas y otro tomando como base de incisión la línea que iba del mentón pasando por la boca y el tabique hasta el entrecejo.

Giraron a un sector que decía “Vestuario”. Entraron en un ambiente estrecho donde había hombres y mujeres poniéndose los uniformes azules unisex sin mirarse entre ellos.

– Quítese toda la ropa, no haga más difíciles las cosas.

Acató la orden sin resistirse.

Mientras empezaba a aflojarse la corbata y desabrocharse el botón del cuello de la camisa, pensó que tal vez, el hombre de la careta plástica tenía razón, es inútil pestañear ante la realidad y no acatarla como se nos presenta.

– Por favor, que no tenemos todo el día – le dijeron.

Él supuso que la prisa era porque al otro lado de la puerta alguien con su cara estaría esperando la ropa que iba a dejar.

Seguramente a ese alguien, nunca se le caería el techo sobre la cabeza mientras dormía.