Autor, Director, Director general, Dramaturgo, Productor
«…pero, ¿podemos contener ese instinto que lleva al hombre a querer conocer aquello
que a vivir, y a vivir, siempre conduzca».
Del sentimiento trágico de la vida. Miguel de Unamuno.
Esteban, sería porque estaba distraído o, tal vez, porque se había quedado pensando en el nombre que acababa de escuchar en el teleteatro venezolano que en ese momento difundía la televisión, trastabilló.
«Asdrúbal… ¿Quién puede llamarse Asdrúbal en estos tiempos?», pensó. En ese mismo instante, tropezó con el pequeño escalón que separaba la cocina del pasillo, desnivel que dejaba claro que los dos cuartos habían sido construidos en diferentes épocas.
El tropezón lo obligó a tomarse del marco de la puerta, para no caer, lo que le produjo un sacudón, por el que inclinó fuertemente la cabeza. Entonces sucedió: vio cómo se le caían lo que parecían ser pequeñas pelotitas, que salían del interior de su cabeza. Se acercó a ellas, y pudo ver cómo una masa latente, de no más de dos centímetros cúbicos, se mostraba, asépticamente aislada del mundo, por una especie de fino velo, como de seda. Le dio impresión de fragilidad, pero también era evidente que en el interior de esa especie de capullo hervía una discreta cantidad de material, que él juzgó orgánico y al que supuso lleno de vida. Decidió juntarla del piso, pero no le pareció correcto manosearla, de seguro la rompería. Buscó infructuosamente la palita de la basura, por lo que la reemplazó por una hoja de papel. Depositaría en ella aquellos capullos, empujándolos con la escoba suavemente.
Realizó con cuidado aquella operación. Advirtió que, al entrar en contacto con el papel, la masa del capullo estallaba, desparramando su contenido de manera ordenada y a modo de fila india. Vio letras, signos ortográficos. Esteban observaba asombrado extenderse párrafos enteros, como si fueran un teletipo. Al detenerse el fenómeno, tomó el papel y leyó, lo que estaba escrito con correcta letra imprenta: «Guillermo tenía una facilidad extraña: con sólo mover la cabeza hacia uno u otro lado, se le caían ideas. Resúmenes de historias, que eran como capullos cerrados, sin otra posibilidad de escape, que la que les proporcionaba Guillermo, al permitirles volar, dándoles la libertad de convertirse en un relato literario. Este vuelo se producía cuando los capullos estallaban, al entrar en contacto con una hoja de papel».
Esteban tomó conciencia de que la que se había caído de su cabeza era una idea contenedora de una vida, que él podía desarrollar y abrirla al mundo, y, aunque más no fuera por obra de la casualidad, convertirla en una expresión literaria.
Nunca había escrito más que cartas con estrictos saludos de costumbre a algún amigo, pero ahora ante él se abría el espacio infinito de la hoja en blanco. Esteban se sintió un colono o un aventurero que se zambullía en el combate cuerpo a cuerpo contra aquel espacio que se presentaba lleno de trampas, como si fueran cantos de sirenas que seducían, pero arrastraban a los viajeros contra las rocas. Se dio cuenta de que ya estaba escribiendo.
No tenía un argumento definido, más que la base de Guillermo y su facilidad de caérsele ideas. Pero a él también se le estaban cayendo capullos cerrados, que contenían caminos a seguir, en su mítico combate con la hoja en blanco. Muchos de ellos se presentarían contradictorios entre sí o podrían conducirlo a desviaciones intrascendentes del camino principal. Pero Esteban no podía conocer de antemano el contenido, así que el riesgo de liberar la masa latente de aquellos capullos era tan seductor como incierto.
Decidió seguir el único hilo conductor que tenía: la historia de Guillermo, que era casi una excusa para justificar la verdadera causa que lo impulsaba a desarrollar un relato. Afrontar un desafío recibido al que no podía eludir: combatir, en la más estricta intimidad, contra el espacio vacío de la hoja en blanco. Ésta era un enemigo peligroso, un territorio desconocido e inexplorado, que no le dejaba demasiado margen para sentir temores. Sin más guía que el instinto, comenzó a ocupar los espacios que la hoja le ofrecía.
Esteban empezó a contar la historia de Guillermo, a quien le sucedía lo mismo que le estaba sucediendo a él, lo que hacía indudable que, al hablar de éste, no hacía sino hablar de sí mismo.
La irrisoria confusión que se producía entre la presente realidad y la mítica ficción surgida de un accidente, encerraba a Esteban en la obligación de continuar la historia de Guillermo, que era un disfraz que calzaba con justeza en él.
Comenzó a narrar que a Guillermo se le caían ideas de la cabeza, pero se detuvo, ya que se le ocurrió que debía crearle un contexto personal. Le costó inventarle una familia, le imaginó un entorno asfixiante, del que sólo podía escapar a través de aquellos capullos que lanzaba al mundo. No pudo sino definirlo a grandes rasgos, sin poder puntualizar los detalles. Lo imaginó con ansias de liberarse de aquel encierro. Lo creyó luchando con él mismo para poder expresarse más allá de los capullos cargados de imaginación, pero la libertad debía encontrarla en el plano de la realidad.
Esteban se sintió con náuseas, nervioso, se le hacía imposible profundizar en la historia de Guillermo, sobre todo, a la hora de hacer explícitas las sensaciones. Por momentos, se sentía desfallecer. Todo se le hacía difícil, porque estaba hablando de sí mismo. En su nerviosismo, movió la cabeza hacia uno y otro lado, y vio caer dos capullos, a los que tomó con impaciencia, para saber su contenido. Tal vez lo ayudarían en la descripción encarada, luchando contra el papel.
Sintió la vida latente de esos capullos entre sus manos, pero, por más que los apretó, no pudo liberar el contenido de éstos.
El simple hecho de haber arrojado de su cabeza estos capullos le dio sensación de alivio, aunque, por otro lado, no poder liberar el contenido de éstos lo abrumaba. Se le ocurrió acercarlos a la hoja de papel. Nuevamente, a la manera de un teletipo, se imprimía ordenadamente aquella explosión anárquica de connotaciones y sentidos.
Del primero surgió: «Guillermo, al querer desarrollar la historia nacida de los capullos, se encontraba él mismo encerrado dentro de un capullo que lo contenía como idea de otro. Esto le producía un malestar general, temeroso y fatalista, porque en su relato no estaba sino hablando de sí. Y aunque tenía conciencia de que el autor siempre habla de sí, bajo los más insólitos disfraces, tener que declarar tan directamente sus opresiones y sus ansias, era una forma de desnudarse. El mundo, en vez de entender su desnudez, analizaría el fenómeno social del nudismo».
Esteban quedó paralizado al leer este texto, porque también tenía causas para sentirse desnudo.
Del segundo capullo en contacto con la hoja de papel apareció: «La situación del encierro que Guillermo daba a sus pensamientos, estaba dictada a imagen y semejanza del encierro que para él había dictado otro. No era difícil establecer que su claustro se debía a que él también era un pensamiento de un tercero; ese tal vez era el final de la trama, pero, quizás, sólo era un simple pensamiento intermedio. Sintió que su presidio de seda, a la espera de un papel para expresarse, lo asfixiaba. Quería desarrollarse en la realidad material. Amar, ser amado, compartir cosas con los seres queridos. Quería contribuir a la creación de un mundo más justo, sin tanta repetición simétrica de estructuras conocidas. Arriesgar, a pesar de las incertidumbres. Negarse o entregarse, sin condiciones, y anular el miedo paralizante, alentado desde los dogmas…
Y fue entre estos enunciados que vio cómo desde su cuerpo aprisionado surgían alas: brillantes alas, que lo llevaban a presionar las paredes de su capullo y a romper con este período de inmovilidad y somnolencia. Sintió que las paredes del capullo cedían, y aparecía un mundo lleno de colores. Alzó las alas para volar. Y voló.
Esteban percibió un aire aliviador sobre su ser. La liberación del personaje de su capullo traía un ansia libertaria sobre él, que continuaba su terca lucha contra la hoja en blanco. No lograba aclarar la aventura de vida de Guillermo, que era su propio proyecto de vida. Su personaje se había convertido en una mariposa de brillantes alas, que había volado, pero ¿dónde, sino dentro de otro capullo? Esteban pensó en todo el círculo que lo rodeaba y lo aprisionaba, ¿era posible lograr la liberación integral de las ansias?
Vio por su ventanal a unos niños, que en el campo de la realidad corrían a una mariposa, provistos de sus ramas y su instinto cazador. Volaba de rama en rama, buscando el placer de embriagarse con los más jugosos néctares, sin darse cuenta de que su belleza en libertad desestabilizaba prejuicios a los que la humanidad había bautizado «valores». No advertía cuánto molestaba, en un mundo simétrico, sin vuelo. Indignaba no poder calcular con antelación su anárquica forma de relacionarse con las flores, sin lógica y sin más fidelidad que la sinceridad de su búsqueda de poder sentir la vida que ellas albergan. El mundo no podía tolerar descifrar los códigos de un insecto volador, que despreciaba la firmeza de la rosa y se zambullía en cualquier florcita silvestre.
Esteban vio, sin poder hacer nada, cómo la mariposa, sin tomar conciencia de ser una codiciada presa, caía, absorta en su búsquedas de un destino libertario, bajo las ramas de los niños. Éstos la guardaron en un frasco de vidrio.
«Un nuevo capullo, un nuevo presidio», pensó Esteban. Miró la hoja de papel, y la vio llena con la historia de Guillermo, que se estaba asfixiando, disipadas las risas de los néctares bebidos, entre las paredes de aquellos niños carceleros, que encerraban mariposas de hermosas alas, sin sentir satisfacción; sólo era una costumbre heredada. Entendió que los pequeños cazadores eran, en otro plano de la vida, a su vez, presas perseguidas por otros cazadores sin tanta inocencia y con mayor saña.
¿Dónde empezaba y dónde terminaba esta continuidad infinita de capullos dentro de capullos?, ¿de cazadores, que, a su vez, eran perseguidos?
Él, que había soltado un capullo que contenía a Guillermo, se sintió salido de otro cabeza, imaginado por otro. Pero esta sucesión fatalista no le hizo perder de vista que cada ser imaginado no dependía de su creador como artífice de su destino, sino de sí mismo. No había decidido el destino de su personaje, ni había ordenado que se convirtiera en mariposa corporeizada en los planos de la realidad, frente a aquellos cazadores, capaces de cortar alas, aunque se encontraran seducidos por los brillantes colores.
Esteban se dio cuenta de que, si bien respondía a una sucesión de sueños que lo convertían en víctima de un laberinto irresoluble, por otro lado, sus acciones dentro del capullo obligarían a llenar a quien lo imaginaba hojas en blanco con su historia. Tuvo claro que sólo él era capaz de construir su historia, poniendo en ella toda su capacidad de ternura. Necesitaba salir del capullo.
Miró su entorno. Vio rostros, caras que no le significaban nada, abrazos que no lo contenían, sensaciones ausentes que extrañaba y placeres que lo habían abandonado. Entre reproches, críticas y comentarios de quienes afirmaban conocerlo, notó que sus ansias de volar lo elevaban. Estaba elevándose y tomando distancia de una inmovilidad que había durado mucho tiempo.
Un sólo segundo de ese vuelo justificaba la ruptura con la opresión del capullo, y garantizaba estar lejos de riesgos y de críticas. Nadie entendería lo que significaba volar, no por el hecho físico de levantar vuelo, sino por la decisión cargada de valentía de romper con las leyes, que por miedo, conveniencia o represión aprendimos a respetar como válidas.
Entonces, bebió de los néctares más sabrosos. Buscó la flor que entre todas las flores lo atraía, sin más lógica que su instinto, y se detuvo en ella, a sentir con ella, a compartir sus nuevas sensaciones libertarias.
Había aprendido de la experiencia de Guillermo que nunca debía descuidarse. La posición de transgresor que adoptó lo obligaba a estar atento. Por eso, sin culpas pero sin distracciones, esquivó el ramazo, y voló.
Llevó en él todo lo compartido con aquella flor, a la que volvería por todo el bagaje de ternura que se albergaba en ella, por la infinita sed de sensaciones que había en él.
En su vuelo, vio la real dimensión de las cosas, la infinidad de gamas de colores. Fue testigo de las perspectivas diferentes de sombra, que proyectan una sonrisa sincera y una falsa. Advirtió que el sol jugaba con sus alas, como lo hacía con las ramas de los árboles, con las flores o con los ojos de una mujer, a los que convertía en dos remolinos de poesía.
Esteban, con los pies en la tierra, se vio como un hombre en una dimensión única; un lugar donde la realidad y la imaginación eran partes indiscriminadas de un todo. Recibió comentarios y críticas en su vuelo, y con la misma valentía, los afrontó en su descenso. El pavor y los remordimientos habían desaparecido.
Cuando Esteban vio la hoja que ya no tenía espacios en blanco para llenar, iba a poner la palabra «Fin». No obstante, advirtió que en algún lugar habría alguien escribiendo la historia de un tal Esteban, que imaginaba ser mariposa, y que ni tendría conciencia de que había existido un tal Guillermo. Estaría luchando con una hoja llena de espacios en blanco, que se le presentaban inciertos, aunque a esta altura romper los capullos en busca del vuelo se había transformado en una reacción en cadena.
Esteban no se animó a ponerle «Fin» a esta lucha entre los capullos y las alas libertarias, el que lo pensó a Esteban tampoco.
¿Cuántas batallas faltarían dar para que las mariposas puedan volar sin tener que llevar como lastre su conciencia de presa perseguida o una culpa sin sentido?
En eso me quedo pensando yo, Rubén Mosquera, autor de estas líneas, pienso cuántas batallas más habrá que dar, cuando tomo conciencia de que yo tampoco tengo ni la valentía ni la certidumbre de escribir la palabra “Fin” en este relato.
–Si hay algo o alguien que detrás de mí es capaz de animarse a ponerle fin a esta historia, que lo haga –dije, en voz alta, enfrentando la paradoja de quien habla sólo, porque espera hablar alguna vuelta con un Dios en el que no se cree.
Recibí sólo silencio como contestación, un grillo cantaba en el patio. Me alejé del escritorio, apagué la luz y me fui a dormir, porque mañana hay que laburar.
Cric. Cric. Cric… el grillo en el patio, el sueño que me envuelve. Cric… cric… cric…
….
Fin.
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