Autor, Director, Director general, Dramaturgo, Productor
«…¡ Por los techos suelen filtrarse la lluvia y el frío… !.
¡No solamente la luz de las estrellas que esto sería lo poético y romántico!…»
«La Razón de mi Vida» – Eva Perón
A las compañeras y compañeros asesinados el 19 y 20 de diciembre de 2001.
– Enfierrate y seguime- dijo Savino a su hermano Ceferino, alcanzándole una pistola 22, cansado de escuchar por radio tantas versiones diferentes.
El se puso un 38 largo en la cintura y salieron.
Savino no le dirigió mirada a Ceferino. Ceferino no le contestó palabra.
Savino era hombre conocido por su habilidad para el facón en los corrales del Frigorífico. No había toro por más bravo que fuera o por más mentas que arrastrara que pudiera sobrevivir al facón de Savino. El le cortaba los tendones de la mano con un golpe de cuchillo veloz como la luz, y la bestia llena de fuerza y de inútil vigor cervical, quedaba con ojos implorantes a merced del verdugo. Savino no dudaba. Cuentan que una vez entró al corral sin cuchillo, porque se lo había prestado a un compañero para pelar una naranja, y al verse ante la bestia, desnudo, atacó los garrones del toro a dentelladas limpias hasta hacerlo caer. Era el comentario general en el ambiente de los matarifes, donde gente de averías lo consideraban «un pesado».
Ceferino, su hermano menor, no se quedaba atrás. Criado a la sombra de la fama de Savino, todo se le hacía fácil y difícil. Fácil por la herencia de respeto; difícil por la inevitable comparación. Sin embargo, no había nadie en San Antonio, Mercedes o Navarro que montara como Ceferino. Solía jinetear con un bozalito fabricado con el pañuelo de seda de la mujer con la que había pasado la noche anterior a la doma. «Ahí estaba su embrujo», comentaba la paisanada. Nadie hacía como él la parada india, sofrenando el caballo a todo galope de las orejas y cayendo de pie a su lado sin siquiera trastabillar.
Hoy, los dos hermanos estaban anónimos en un asentamiento de Quilmes. El hambre los había llevado sin brillo a un taller metalúrgico.
Juntos tomaron un colectivo hasta Constitución sin hablarse, de ahí el 61 hasta lo más cerca que pudieran llegar a Plaza de Mayo. Era 20 de diciembre. Faltaban pocos días para la Navidad del 2001, una Navidad cagados de hambre. Vieron tanquetas, celulares y patrulleros a montones sin hacer gesto ni buscar la mínima comunicación entre ellos. Llegaron hasta la vereda del Banco Hipotecario, ya había muertos en el medio de la Plaza según decía la radio. Encontraron hombres de su mismo color de piel que tiraban sablazos de arriba del caballo a la cara de muchachos y mujeres, les hizo acordar alguna película en que los soldados yanquis les pegaban sin piedad a los indios. Había gente que le tiraba piedras y pedacitos de fierra a los policías montados.
– Un hombre no puede disparar contra otro desarmado- pensaba Savino sin decírselo a Ceferino.
– Tirar sablazos contra mujeres desde arriba e un caballo es cobardía- reflexionaba Ceferino sin mirarlo a Savino.
Vieron tanquetas tirando chorros de agua que avanzaban, retrocedían, avanzaban, retrocedían, retrocedían, retrocedían ante la pedrada cada vez más intensa y vieron aparecer las motos con policías encapuchados donde el que iba sentado atrás tiraba con algo parecido a una escopeta.
Sin mirarse ni dirigirse palabra escucharon hablar del “orden democrático” y de la “constitucionalidad”. ¿Cuál puede ser el orden democrático y la constitucionalidad para el que se inunda en un asentamiento cada vez que llueve?.
– Constitucionalidad, las pelotas- meditó Savino.
– Democráticamente electo, las bolas- pensó Ceferino.
Ambos laderos se acercaron sin hablarse, entre puteadas de los manifestantes, hasta la valla que estaban queriendo instalar en el medio de la plaza. Sabiendo que muchos de los que puteaban eran pura lengua, no se sacaron un centímetro de ventaja en ir adelante y en aferrarse al vallado. Se apoyaron en él mirando a un tipo de traje que había estado dando órdenes a los uniformados, lo que los llevó a mirarse pensando “es un comisario”. Este giró mirando hacia el frente de la Casa Rosada cuartel y les dio la espalda restándole toda importancia a aquellos dos civiles, que por la pinta de provincianos serían bastante inofensivos. Eran dos negritos, de esos que reunían la característica de especiales para levantarlos en una razzia por averiguación de antecedentes. Para cagarlos a piñas de vermut y picanearlos de postre después de comer pizza garroneada.
Los hermanos presintieron la caracterización del milico. Años de hambre, de dejarse tocar el culo por los ratis, de decir sí señor aunque se pensara que no, conducían a acertar tal clasificación. Pensaron en todos contra la pared negros de mierda, no me digás señor que el único Señor está en el cielo, abrí las patas te digo, y que acá se reserva el derecho de admisión o no sabés leer así que no armés quilombo. Entonces no dudaron.
Ceferino sacó la 22 y se dio cuenta que en el apuro no le había puesto el cargador.
Savino sin titubear peló el 38 largo y sin apuntar demasiado gatilló tres o cuatro veces a la espalda del cana. El disparo no salió.
En ese momento salió del techo de la Casa Rosada un helicóptero, apurado como si lo corriera la muerte. La Plaza de Mayo quedó como un criadero de pollos después de la granizada, todo era desconcierto. Había piedras y palos caídos por todos lados. Los policías se metían de puertas de la Casa de Gobierno para adentro. Entre ellos y las vallas aparecieron militares de color verde con rifles enormes.
La gente volvió a ocupar la Plaza cantando el himno, entonces los hermanos, sin que Savino mirara a Ceferino y sin que Ceferino le dirigiera palabra a Savino, decidieron que era el momento de volver para la casilla.
Algunos días después, sintiendo en el estómago la resaca del año nuevo seguían comentando entre sonrisas, mientras miraban unas estrellas que se colaban por las goteras de la casilla, el goce de tener dominio sobre la vida del poder, aunque aquella vez no se tuvieran balas. Y se cagaron de risa hasta la madrugada, hasta que el hermano mayor dispuso que sería mejor dormirse porque al otro día temprano tenían que entrar en el taller a horario.
– Ché Savino, dijo Ceferino, es jodido eso de no pagarle un mango más al efe eme i.
– Dormí, dijo Savino, sabés que tenemos problemas más serios de que preocuparnos que una boludez de ésas.
Ambos buscaron con ansiedad entrar en el reino de los ronquidos profundos, sin calentarse por ninguna de las discusiones sobre la deuda externa que la radio bombardeaba. Eso no podía generarles ningún temor.
El miedo que los empujaba al sueño forzado era imaginar que el tano Vicente, les pegue un reto por el horario gritando entre los tornos delante de todos, mientras ellos no podrían evitar ponerse colorados de vergüenza.
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