López Jordán miraba casimires ingleses

   “Toda revolución es el final de un proceso, y hasta que se cumple ese proceso, solamente se anotan hechos que parecen fracasos por su resultado momentáneo, pero que son decisivos para el triunfo final” John William Cooke


Don Ricardo López Jordán se detuvo a mirar casimires ingleses en aquella vidriera de la calle Esmeralda, casi con desesperanza.

Eran las doce menos cinco del mediodía y debía apurarse para llegar a lo de su amigo Dámaso Salvatierra.

Como había cambiado el país, ese país por el que tanta sangre había corrido. Hoy, 22 de junio de 1889, el país que él había conocido ya no existía. Como habían cambiado los modismos y hasta la forma de hablar de los argentinos, sus compatriotas.

¿Qué había pasado?. ¿Dónde estaba el país donde agarrar un caballo y perderse buscando el horizonte era un proyecto de vida maravilloso?.

¿Quién le había contado a los gringos que alambrar el campo era la forma de civilizarlo?.

Civilizar… Ese había sido el pretexto de los Mitre y los Sarmiento. ¿Porqué no había escuchado a sus amigos de siempre cuando le decían que Urquiza, el jefe, el máximo, el que había encabezado a los pueblos del interior para derrocar el absolutismo de las estancias y los saladeros de Buenos Aires, ya no era el mismo que en Caseros y en Cepeda?.

No, ahora era un hombre plagado de hijos y de ahijados y cambiaba su bienestar en el Palacio San José, con canillas de oro, fuentes con agua corriente y réplicas de muebles de vaya a saber que capital europea, por la lealtad de sus paisanos.

Cuantas veces López Jordán hubiera querido montar en el Ñambí, su pingo de mil batallas e irse al galopito, no escuchar a nadie y hacer su vida en el campo.

Pero, ¿podía olvidar que era sobrino de Pancho Ramírez, e hijo de Don José Ricardo López Jordán? ¿Qué todos sus ancestros habían sido caudillos federales sintiendo el viento en la cara, al frente de las montoneras?.

Hoy los Sarmiento y los Mitre habían impuesto su proyecto, pero si él los tuvo ahí, a tiro de su espada… Si él no hubiera creído en Urquiza y hubiera junto con el Chacho y Felipe Varela levantado las tacuaras federales hasta lo último, el país sería otro…

Pero no, Urquiza lo convenció que ya no era hora para las armas y mientras al Chacho Peñaloza le cortaban la cabeza y Felipe Varela tenía que huir a Chile por la forma en que masacraron su provincia, ellos recibían a Sarmiento en Entre Ríos, en un vapor que se llamaba “Pavón” nada menos, y Urquiza hacía vestir a doscientos bravos con las mejores ropas para recibir a ese vendepatria que encima venía a humillarnos con un barco que se llamaba “Pavón”, en honor a la vez que nos ganaron, o mejor dicho que Urquiza nos hacía retirar cuando los teníamos al alcance de nuestra caballería invencible, y arreglaba con Mitre todo lo que vendría después.

Pero, ¿por qué no escuché a José Hernández cuando me advertía de todo esto?. Cuando quise actuar era tarde. ¿Qué fronteras íbamos a defender si el enemigo estaba adentro?. Encima con ametralladoras y Remington contra nuestras lanzas.

Pero qué manera de darles trabajo… “Que bien montan estos entrerrianos” decían los mercenarios de Buenos Aires, y nosotros le salíamos al cruce de cualquier lado, no había cañadón ni picada que un entrerriano no cruzara. Si en eso de saber montar hasta Urquiza había sido bueno, de los mejores, yo lo sé porque cabalgué mucho a su lado, y después resultó ser más amigo de Mitre y de los brasileros que fiel a nosotros.

Así entregó el Paraguay a estas aves de rapiña… “Solano López es un bravo, es de los nuestros”, le decíamos, y Urquiza nos tranquilizaba diciéndonos que ya iba a pasar. Le decíamos que había que entrar a la guerra del lado del Paraguay, pero para eso había que nos decía el máximo. Y yo le creí… y toda la vida me voy a echar la culpa por eso…

Hoy el país estaba entregado a la extranjería y a mí me amnistiaron, pagué con cárcel y exilio, si hasta la culpa de matarlo a Urquiza me echaron, yo no lo hubiera matado, yo le creí hasta lo último.

En realidad Juárez Celman me amnistió, pero ¿para qué quiero una amnistía de este sistema corrupto?, si hasta algunos e creen al “zorro” Roca, por favor…

Hoy, en lo de Dámaso Salvatierra me van a querer convencer de que a lo mejor una diputación o una senaduría, pero ¿y el proyecto de país por el que dieron la vida todos mis paisanos, y el Chacho, y antes Artigas?, ¿Nadie se resiste ya a la extranjería que nos domina en todo?.

Ricardo López Jordán pensaba en estas cosas, el coronel Leyría lo saludó desde la verdea de enfrente, con desesperanza contestó el saludo. Es el saludo de un extranjero en su propio país, pensó, o lo que los liberales estaban dejando de él y de nuestro antiguo orgullo, y si ahora se glorificaban de la matanza de los indios para imponer el progreso. Matar indios con Remington y ametralladoras o eliminarlos invitándolos a un asado envenenado para la ocasión, me cago en el heroísmo del cual se enorgullecen estos crápulas…

Si San Martín y Artigas vieran esto… Todo está perdido, y la culpa es mía por creer más en un hombre que en la fuerza de mis paisanos.

Pero si yo lo tuve a Mitre temblando de miedo, sien embargo Urquiza me convenció…

Todo parecía derrumbarse para el viejo guerrero y por primera vez sintió que estaba de alguna manera muriéndose…

Todo había sido en vano, ninguna voz se alzaba para decirle a los Mitre, lo poco que valían como argentinos.

Cuando del fondo empezó a escuchar un retumbar en la tierra como cuando sus montoneras.

Miró y venían hombres color de tierra, muchos sin camisa, bebiendo en las botellas por el pico y desafiando a la ciudad, eran como sus montoneras pero de a pie. ¿Acaso no iban allí con su cara aindiada Nicasio Luna, o aquel otro que venía con una bandera argentina no era Cipriano González?.

La multitud que lo envolvió y lo arrastró iba a la Plaza e Mayo, y él con ellos y había mujeres con niños, no pudo evitar que lo subieran a esa especie de carro pero más grande y con motor. Y escuchó aquel nombre que todos repetían: “Perón”.

Algunos se lavaron los pies en la fuente y el vio como desde la Casa de Gobierno se indignaban por la falta de respeto de aquellos que en cuero sumergían sus pies en la fuente.

Lo mismo habrían sentido, pensó López Jordán, cuando mi tío Pancho Ramírez les ató el caballo en la Pirámide y bosteó de lo lindo en esa misma plaza.

Pero López Jordán sabía que adentro de la Casa de Gobierno tendrían miedo, Roca y Mitre estarían cagados en las patas por estos paisanos que sin caballo y sin lanza, pedían por un tal Perón y estaban decididos a todo.

Juárez Celman iba a tener que dar la cara porque el alboroto era cada vez mayor, y avanzaban desde la punta el Cabildo esos barbudos y mujeres jóvenes que usaban pantalones… que ropas extrañas traían, avanzaban gritando “Perón, Evita… la patria socialista”. Además traían un cartel con la imagen de una mujer y se leía “Volveré y seré millones”.

López Jordán caminó un poco, costaba mucho por la aglomeración, pero avanzó entre los jóvenes de barba y las mujeres de pantalones y con los brazos desnudos, y los que sin camisa se lavaban los pies en la fuente, atravesó entre unas mujeres que con pañuelos blancos en la cabeza giraban y giraban gritando “ni olvido, ni perdón” y ahí lo vio.

Ahí estaba el caballo de su tío atado en la pirámide y cuando divisó a ese morochito que con unos pantalones muy ajustados y una casaca que decía “Patricio Rey y sus redonditos” gritaba hasta desgañitarse “María Julia se llevó un pendejo a nueva yor y el pueblo se caga de hambre…”, sintió que el país por el que tanto había peleado seguía vivo a pesar de que él creyó en Urquiza y no destrozó cuando pudo a Mitre y a sus amigos ingleses, por más que Sarmiento haya matado al Chacho, por más que Roca se hiciera el héroe apuntándole con Remington a los indios.

Comprendió que el país, a pesar de tanta traición, estaba vivo.

López Jordán sonrió, y su sonrisa fue dulce y limpia como la de sus paisanos entrerrianos, alegres en la paz y breves en la guerra.

Sintió dos disparos de revolver y cayó muerto.

Ricardo López Jordán, el último de los caudillos federales, fue asesinado en la calle esmeralda entre Lavalle y Tucumán a las doce menos cinco del 22 de junio de 1889, por un hombre al que le pagaron por la tarea.

Quilmes, Enero 1991